lunes, 4 de agosto de 2008

Yo, Yo, Yo

Una cosa importante que es bueno siempre recordar es que el deseo es lo que nos une. El deseo por la paz mundial, el deseo por el amor, el deseo de una pizza, el deseo por unos zapatos nuevos. No importa cuán profundo o trivial, el deseo humano es nuestro enlace común. Y todos deseamos felicidad. Sin embargo a menudo confundimos la búsqueda de la felicidad de alguien más como algo en "contra mía".¿Cuantas veces, por ejemplo, has pensado que un amigo, maestro, o pariente estaba molesto contigo porque te ha estado prestando menos atención que la usual, y despues descubrir que tenían una tragedia personal en sus vidas, tal vez una muerte, una enfermedad o una disputa familiar, que los estaba haciendo, simplemente, retirarse un poco?
No sólo de ti, sino de todos, hasta que se sintiera en calma nuevamente.
Cuando tomamos las acciones de los demás de manera personal, es nuestro ego el que nos esta hablando, diciéndonos que somos el centro del universo, que todo lo que sucede en nuestras vidas gira en torno a nosotros. Nuestro ego es la cortina que nos separa de los verdaderos sentimientos y pensamientos de los demás.Nuestra lucha es no tomar todo de forma personal. Y dar con todo nuestro corazón, aún si pensamos que no estamos recibiendo suficiente a cambio. Cuando hacemos nuestra parte, la energía regresa a nosotros, SIEMPRE. Si no del que recibe, entonces de otra persona. Semillas positivas producen frutos positivos. Esta es una ley inmutable.Y recuerda, compartir no es únicamente una cosa física. Hacer lugar en tú corazón para otros y reconocer que no eres la única persona en el mundo que quiere estar satisfecha, puede ser el mejor regalo que puedes darle a los que quieres, y a ti mismo.
Mucha Luz

1 comentario:

Anónimo dijo...

Una hermosa historia
Devi Dyumani
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Y sucede espontáneamente, porque en el momento en el que te sientas en la orilla de tu mente, has dejado de darle energía. Ésa es la auténtica meditación. La meditación es el arte de la trascendencia.
Un día Buda pasaba a través de un bosque. Era un caluroso día de verano y tenía mucha sed. Le dijo a Ananda, su principal discípulo:
-Ananda, regresa. Cuatro o cinco kilómetros más atrás hemos pasado por un pequeño arroyo. Tráeme un poco de agua. Llévate mi cuenco de mendicante. Tengo mucha sed y estoy cansado -había envejecido.
Ananda volvió hacia atrás... pero cuando llegó al arroyo, acababan de cruzarlo unas carretas tiradas por bueyes que habían enturbiado toda el agua. Las hojas muertas, que estaban reposando en el fondo, habían subido a la superficie, esta agua ya no se podía beber; estaba demasiado sucia. Regresó con las manos vacías y dijo:
-Tendrás que esperar un poco. Iré por delante. He oído que a sólo cuatro o cinco kilómetros de aquí hay un gran río. Traeré el agua de allí. Pero Buda insistió:
-Regresa y tráeme el agua de ese arroyo.
Ananda no podía entender la insistencia, pero si el Maestro lo dice, el discípulo tiene que obedecer. A pesar de lo absurdo de la situación -que de nuevo tiene que caminar cuatro o cinco kilómetros, y sabe que no merece la pena beber ese agua-, él va. Cuando está yendo, Buda le dice:
-Y no regreses si el agua sigue estando sucia. Si está sucia, siéntate en la orilla en silencio. No hagas nada, no te metas en el arroyo. Siéntate en la orilla en silencio y observa. Antes o después el agua volverá a aclararse, y entonces llena el cuenco y regresa.
Ananda volvió hasta allí. Buda tenía razón: el agua estaba casi clara, las hojas se habían desplazado, el polvo se había asentado. Pero todavía no estaba totalmente transparente, de modo que se sentó en la orilla y observó cómo fluía el río.
Poco a poco se volvió cristalina. Después regresó bailando. Entonces entendió por qué Buda había insistido tanto. Había un cierto mensaje en todo esto para él, y lo había entendido. Le dio el agua a Buda, le dio las gracias a Buda, se postró a sus pies.
Buda dijo:
-¿Qué estás haciendo? Yo te debería de dar las gracias por haber traído el agua.
Ananda dijo:
-Ahora lo puedo entender. Primero me enfadé; no lo mostré, pero estaba enfadado porque era absurdo regresar. Pero ahora he entendido el mensaje. Esto es lo que en realidad necesito en este momento. Con la mente es el mismo caso. Sentado en la orilla de ese pequeño arroyo me hice consciente de que pasa lo mismo con la mente. Si me meto en el arroyo lo volveré a ensuciar. Si me meto en la mente, provocaré más ruido, empezarán a aparecer más problemas, a emerger. Sentado a un lado he aprendido la técnica.
Ahora me sentaré también al lado de la mente, observándolas con todas sus suciedades, problemas, hojas muertas, dolores y heridas, recuerdos y deseos. Me sentaré indiferente en la orilla y esperaré el momento en que todo esté claro.

Juan Carlos Santana